El verdadero problema no es la falta de ideas, sino cómo formulamos los desafíos

A menudo se dice que las empresas no innovan por falta de creatividad o por no tener las capacidades necesarias. Sin embargo, la realidad es otra. Lo que muchas organizaciones enfrentan no es una carencia de talento, sino la incapacidad de problematizar correctamente. Y esto, lejos de ser un defecto estructural o técnico, es el resultado de una cultura que rara vez permite que las personas se cuestionen, interactúen o piensen colectivamente con libertad.

En nuestro día a día laboral tendemos a operar desde la certeza. Asumimos que nuestras funciones están claras, que nuestras decisiones son correctas, que lo que hacemos está “bien”. Sin embargo, pocas veces nos damos el espacio para reflexionar sobre nuestras prácticas, mucho menos para abrirnos a las perspectivas de otras áreas o compañeros. Se habla de colaboración, pero los egos y las jerarquías muchas veces hacen que cuestionar se sienta como una amenaza, cuando debería ser una oportunidad.

La innovación, cuando es real, surge de la fricción constructiva: de la conversación cara a cara, del cruce de miradas y opiniones, del trabajo conjunto entre personas que no piensan igual pero que están dispuestas a escucharse. Es en ese espacio –humano, físico, incluso incómodo– donde nacen los verdaderos desafíos. No los que se escriben para llenar una presentación, sino los que tocan dolores reales de la organización, que movilizan a las personas y que ofrecen una dirección transformadora.

Formular bien un desafío es, en esencia, hacer una buena pregunta. Y para eso proponemos una estructura simple, pero poderosa:

¿Cómo [intención] [fuente del problema] en [magnitud] en [plazo]?

Este encuadre obliga a precisar qué se quiere lograr, dónde está el dolor o la oportunidad, cómo lo vamos a medir y en qué plazo esperamos resultados.

Por ejemplo: “¿Cómo reducir la tasa de rotación de personal en planta en un 50% en los próximos seis meses?” Esta formulación no solo es clara, también es ambiciosa, movilizadora, y apunta a una transformación concreta.

Pero no basta con una buena frase. Los desafíos relevantes deben estar alineados con la estrategia organizacional, ser urgentes, responder a problemas reales y tener una ambición que invite a pensar en grande. Un buen desafío tiene el potencial de generar impacto más allá del área que lo origina. Puede transformarse en una palanca regional o incluso global.

Lo que hace falta en muchas organizaciones no es un nuevo software o una consultora con más presentaciones, sino espacios reales para pensar y pensarse. Espacios donde se pueda hablar sin temor a ser juzgado, donde se priorice el propósito por sobre el cargo, donde disentir no sea sinónimo de conflicto sino de profundidad.

Las empresas que logren habilitar estos entornos colaborativos, con conversaciones auténticas y objetivos bien formulados, no solo resolverán sus problemas con más eficacia, sino que construirán culturas más resilientes, ágiles y humanas.

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